Fall / Otoño 2021

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El silenciar de las metrallas

By Lina Marcela Rendón Zea

Buenas tardes, me presento: quizás mi nombre resulta insignificante, mi procedencia poco importante y posiblemente contar acerca de mi vida sería bastante aburrido; pero como todas las historias, la importancia depende de la forma en que se cuenten, y de la razón que tenga cada una de ellas. Así que me gustaría volver a comenzar… ¡Hola! Mucho gusto, mi nombre es Alison y soy una joven a la que la vida decidió ponerla en lo que para otros es el país de las desgracias, pero para mí es el país de la esperanza.

Colombia es uno de los paraísos terrenales. Un territorio bañado por dos de los océanos más grandes del mundo, su relieve cuenta con casi todas las figuras geográficas, sus paisajes parecen sacados de películas de Disney, y su gente… su gente se caracteriza por ser personas nobles, alegres, perseverantes, soñadores, trabajadores y mil cosas más.

Sin embargo, es cierto que, a pesar de ser paraíso, está muy lejos de la perfección y creo que es aquí donde comienza mi historia.

Así como les nombro las cosas que más me enamoran de Colombia, para nadie es un secreto que la desigualdad, la injusticia y corrupción son el pan de cada día, y desde hace unos años, no ha existido mañana en la que Colombia se despierte con un “todo está bien”.

Las generaciones antes que yo, la de mis papás, abuelitos, y demás, vivieron épocas muy difíciles, situaciones donde el dolor por ver correr sangre inocente por los suelos de nuestra tierra era incontrolable, y las lágrimas se acabaron de tanto llorar.

No les voy a decir que hoy, en el 2021, las cosas hayan cambiado mucho, todavía nos seguimos despertando con titulares de muertes, noticias injustas, robos, corrupción y mentiras, pero al menos siento que las lágrimas que se nos acabaron se convirtieron en cuerdas vocales potentes y en pulmones fuertes que hoy nos permiten alzar gritos de protesta.

Este año vivimos algo que nos dejó atónitos a todos, un suceso que por casi 4 semanas nos hizo sentir que estábamos viviendo en una de esas películas americanas donde con el caer de la noche, un concierto de pistolas y gritos eran los protagonistas de una terrorífica función.

Imagínense el sentimiento de rabia, frustración, tristeza y miedo que tiene que sentir un pueblo para levantarse un día cualquiera, uno de esos en los que generalmente se abren los ojos y se levanta de la cama para ir a buscar el sustento de ese día, y reunirse a dejar su corazón en unos cantos y gritos de protesta porque un gobierno decide implementar un nuevo plan de reforma que disfraza como una estrategia de ayuda a los necesitados, siendo en realidad una estrategia novedosa de quitarle a los que escasamente tienen, para darles a los que les sobra ¿Cómo se relaciona esto con la justicia? Y fue la ausencia de respuesta a esta pregunta lo que ese 28 de abril, nos hizo unirnos como colombianos y decidimos salir a las calles, sin saber que ese día comenzaría una pesadilla que más que cualquier otra cosa, nos puso colombiano contra colombiano, en una guerra que parecía de nunca acabar.

En mi país esos días fueron de terror, no descansamos porque todo todo el día éramos leyendo noticias de los enfrentamientos violentos, de las muertes de jóvenes, pero también de miembros de la fuerza pública; leíamos cómo una camioneta blanca sin identificar salía por las calles de la ciudad cambiando el sonido de los pajaritos, por el disparar de pistolas que amenazaban con quitarle la vida a muchos de nosotros que simplemente estaban en las calles gritando y luchando por algo que se les estaba arrebatando: la dignidad. Fue entonces cuando volvimos a gritar “no más”.

A medida en que la impotencia crecía, las lágrimas corrían y los corazones aumentaban su palpitar, las gargantas se fueron secando, las voces acabando y los cuerpos cansados, pero la necesidad de seguir con el grito, era eso, una necesidad, por lo que, así como es tan común en esta época tecnológica en la que las prótesis abundan y se enfocan en solucionarnos las vidas, un grupo de jóvenes decidieron retomar una historia que ya había comenzado, aquella donde los gritos eran entonces sonidos melodiosos interpretados por corazones cansados, y que entonaban las más fuertes melodías que decían en sus letras todo lo que un país estaba deseoso de decir. Entonces el sonido de las metrallas se reemplazó por el de los tambores, el de los gritos por violines, y las lágrimas fueron entonces el sonido de las campanas que, como sonido de gotas de lluvia, protagonizaban cantos de resistencia de un pueblo que decía “no más”.

Hace un año, en el Paro del 2019, unos amigos y yo decidimos unirnos para entonar cantos de protesta, teniendo en cuenta que somos músicos y que nuestro lenguaje es la manifestación artística; pero bueno, antes de contar un poco más sobre esto me queda por decir que sí, soy música de profesión, y el amor de mi vida es un instrumento mágico que me ha conectado con el verdadero significado de la pasión: el violín. En este caminar artístico me he encontrado personas maravillosas, y varias de ellas son de las que les estoy hablando, esos locos de la cabeza que como yo, no supimos qué más hacer que salir a las calles con nuestras propias armas de amor y cantar tan pero tan fuerte que sean los violines los que reemplacen el grito de las metrallas.

Empezamos a reunirnos; resulta que estábamos en medio de una coyuntura nacional, no se podía pensar en ensayos previos para las presentaciones, sino que al igual que el modelo de la protesta de nuestros compañeros, debíamos pensar en la colectividad y dejar que esos lazos comunitarios que se unían en torno al arte y a la protesta, produjeran piezas con sentido que se unieran a la lucha por el cambio que tanto se añoraba; así fue.

Nos reunimos en varios puntos de la ciudad: Puerto Resistencia, Paso del Comercio, Loma de la Cruz, y muchos otros barrios donde habían concentraciones y empezamos a hacer de las nuestras. Muchos jóvenes fueron llegando, jóvenes de todas las edades, estratos e incluso muchos de nosotros éramos desconocidos entre sí, pero todo eso pasaba a un segundo plano cuando se repartían partituras, se tomaban los instrumentos y le dábamos paso al discurso de las cuerdas.

Quizás todo esto suena hermoso, y lo fue, pero estábamos en medio de una guerra, y en estos casos es realmente complicado salir invictos y sin ningún tipo de consecuencia negativa, y así nos pasó cuando uno de nuestros hermanos fue agredido violentamente por la fuerza pública; un jóven soñador que estaba con nosotros en las calles entonando melodías que buscaban generar un cambio, conciencia y misericordia de un pueblo que está cansado de ver a su gente morir de hambre, de ver a su gente desangrarse inocentemente; un pueblo que está cansado de ver cómo cada vez las sonrisas se convierten en lágrimas. Entonces lo cogieron, le pegaron, lo lastimaron tanto que el dolor sobrepasó lo físico y empezó a lastimar su alma dejando heridas muchísimo más difíciles de sanar. Sin embargo, nuestro hermano no perdió su vida, historia que quizás no pueden contar las madres de los hijos que salieron y no regresaron en la noche a sus casas, es duro decirlo, pero somos privilegiados de seguir contando con los ojos abiertos de nuestro compañero que después de salir de la estación de policías, tomó su trompeta y terminó el canto que no lo dejaron completar.

Finalmente lo logramos; lucha, gritos, música, arte, amor, esperanza, se logró, ¿y ahora? Tocar más fuerte y afinado que nunca porque esta lucha de mi país solo la gana el que cante más duro con su corazón.